CH-A Declarado por. RD de 14.10.1978. BOE 25.11.1978


EL CONJUNTO MONUMENTAL

La Mota en la Edad del Hierro
Las primeras noticias que conocemos sobre un asentamiento humano en Medina del Campo nos remontan a la primera Edad del Hierro, (siglos VII-V a.C.). Las excavaciones llevadas a cabo en el cerro de La Mota, donde se levanta el formidable castillo, pusieron de manifiesto la existencia de restos de viviendas de planta rectangular, trapezoidal y circular construidas a base de muros de adobe y tapial, a veces armados con entramados de madera, y techumbre de ramaje, en cuyo interior se encontraron hogares realizados en piedra y arcilla; los objetos materiales rescatados: cuchillos de hierro, punzones y leznas de bronce, mangos y espátulas de hueso y, sobre todo, el conjunto de cerámicas de variadas formas y tamaños con decoración geométrica elaborada «a peine», nos hablan de esta interesante cultura de los primeros pobladores de la Mota.

Dicho asentamiento debió de ser abandonado hacia los comienzos de nuestra Era. Del primer milenio nada seguro y confirmado podemos aportar por el momento; tan sólo datos y restos sueltos de ocupaciones de época romana en las cercanías, que denotan la presencia de lugares ocupados de forma aislada y sin continuidad de poblamiento.

La Medina medieval
En torno a la segunda mitad del siglo XI, los contingentes repobladores, seguramente procedentes de zonas cercanas del norte de Medina, se asientan nuevamente en La Mota, constituyendo un enclave de población ya permanente, posiblemente con el conde Martín Alonso al frente de dicha campaña de ocupación. De este primitivo enclave destaca su condición de encrucijada de caminos, hecho que será una constante fundamental en toda la posterior historia de la villa.

 

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Vista de Medina del Campo desde el Suroeste. Dibujo de Anton van den Wyngaerde (fragmento), 1565

De poco tiempo después data la primera muralla de cal y canto, de la cual subsisten numerosos restos, que protege a una villa por entonces limitada únicamente a la parte más elevada del altozano. La importante población de Medina entre los siglos XII y XIII (en 1177 se documentan once parroquias y en 1265 nada menos que diecinueve) se agrupa primeramente al amparo ese cordón amurallado que es rebasado con prontitud para extenderse por los extramuros buscando las zonas llanas, incluso superando las dos barreras físicas que suponían el río Zapardiel y su afluente la Adajuela, cuyos cauces enmarcaban el originario emplazamiento. En todo caso, y como ocurre en buena parte de las ciudades castellanas, la ocupación del territorio inmediato se hace a base de focos inconexos creados bajo la protección, no sólo espiritual, de un establecimiento eclesiástico; con el tiempo, dichos enclaves se irán articulando por caminos naturales que a la postre formarán el entramado urbano del núcleo habitado definitivo. Sucesivamente, dos recintos amurallados más se irán construyendo entre los siglos XIII y XV para abrazar un amplio territorio que prácticamente coincide con el que actualmente ocupa la villa; las extraordinarias vistas de Anton van den Wyngaerde (1565 y 1570) nos muestran ya a Medina en su plenitud.

 

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Vista de Medina del Campo desde el Norte. Dibujo de Anton van den Wyngaerde (fragmento),  1570

Medina en su Época Dorada
Durante los siglos XV y XVI, Medina del Campo además de conocer la mayor expansión territorial de su historia, cobra un protagonismo notorio en el gobierno del reino. Los Reyes Católicos la favorecen continuamente haciendo de ella un lugar altamente urbanizado para la época, con las ferias como el auténtico motor de su progreso; por entonces, la población se reparte de cinco grandes sectores: el central, foro mercantil y escenario de las ferias; el que hemos venido en llamar «aristocrático», el más occidental, que agrupa numerosos edificios monumentales ya fueren conventos y parroquias, o grandes casonas palaciegas; los arrabales extramuros, barrios situados fuera del tercer cordón amurallado, alguno de los cuales conocerá un gran desarrollo; el situado en la parte septentrional, en la margen derecha del río Zapardiel, seguramente el más extenso de todos, y el enclavado en el cerro de la Mota y sus inmediaciones, en franco declive que ya conoce el comienzo de su despoblación definitiva. Por este tiempo, Medina cuenta con una población cercana a los 20.000 habitantes, número muy elevado en ese tiempo, y lo que es más importante, con un nivel económico y de productividad muy superior al de otras ciudades castellanas.

 

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Fachada del Ayuntamiento de Medina del Campo. Plaza Mayor de la Hispanidad

No obstante, a fines de ese siglo, con el declive de dichas ferias y la pérdida del favor real (recuérdese que Medina tomó partido por las rebelión comunera, siendo incendiada en agosto de 1520), Medina entra en una larga época de letargo que llega hasta mediados del siglo XIX. La población decae vertiginosamente, las casas se abandonan y las actividades comerciales, pujantes durante siglos, poco menos que desaparecen. Por lo que se refiere a su patrimonio monumental, de una nómina cercana a 125 edificios que podríamos considerar como monumentales en su época, desaparecen al menos un tercio; más adelante, en el siglo pasado, otros muchos sufren las consecuencias tanto de la guerra de la Independencia como las propias de las actuaciones desamortizadoras y de exclaustración de órdenes religiosas. La situación llega al límite cuando, en 1843, se pierde por unos días la categoría de cabeza de partido judicial.

El último resurgir de Medina
Entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, Medina conoce un segundo período de desarrollo, que, desde luego, no llega a tener el alcance de aquel otro que ya hemos comentado. Los factores de esta nueva expansión se han resumido en tres: la llegada del ferrocarril (la más importante), la reconstrucción y puesta en servicio del cuartel y el establecimiento del balneario en el cercano paraje de las Salinas; estos serán los revulsivos fundamentales que encontrará la maltrecha economía medinense, para iniciar un período de transformación parcial de su incipiente industria entre 1871 y 1912, de consolidación entre 1913 y 1922, y de crisis a partir de 1932 hasta los años sesenta.

En este tiempo, el casco urbano de Medina va a conocer una serie de transformaciones encaminadas a la urbanización de los espacios y servicios públicos, que trae aparejada una nueva destrucción de una parte significativa de su patrimonio histórico artístico. De este modo, no cabe duda que mejoran sensiblemente las infraestructuras merced, sobre todo, a la formación de un nudo ferroviario de primera categoría; con él, la llegada temprana de los «avances del siglo» -telégrafos en 1866, la electricidad en 1895, etc.-, nuevas alineaciones de plazas y calles céntricas, apertura de otras tantas así como de espacios verdes -paseos y jardines-, mejora de las construcciones, aparición de la prensa periódica (más de una veintena de semanarios locales diferentes se publican entre 1856 y 1930), etc., todo ello ligado estrechamente a los nuevos aires de progreso. Sin embargo, la villa monumental pierde la totalidad -excepto en la plaza mayor- de su casco asoportalado del que dan fe viejas fotografías; todos los lienzos de su tercer cordón de murallas, incluidas las puertas monumentales -de Valladolid, de Ávila, de Salamanca, etc.- que aún permanecían en pie se derriban o se pierden para siempre; lo mismo ocurre con edificios singulares como las iglesias de San Pedro y de los Santos Facundo y Primitivo, los conventos de San Francisco y de Santa Ana, las ermitas de Ntra. Sra. del Camino y de San Cristóbal, el hospital de Barrientos y un abultado conjunto de grandes casonas palaciegas, encabezadas por lo que fue en su día Palacio Real Testamentario, cuyos propietarios o no pudieron o no quisieron mantener en pie. El desarrollismo de los años sesenta y su fiebre constructiva acabará del mismo modo con las antiguas iglesias de la Vera Cruz, el convento de las isabeles, y otras muchas edificaciones civiles de interés histórico artístico.

A pesar de todas las pérdidas monumentales comentadas, el centro de la villa de Medina del Campo está declarada desde 1978 Conjunto Histórico Artístico, con siete edificios declarados Bien de Interés Cultural (antes Monumento Histórico Artístico), a saber: Castillo de la Mota, Colegiata de San Antolín, Palacio de los Dueñas, Casa Blanca, Iglesia de Santiago el Real, Hospital de Simón Ruiz y Reales Carnicerías.

LA PLAZA MAYOR

La plaza mayor medinense resume por sí misma buena parte de la historia de la villa. Los edificios singulares que se alzan en uno de sus flancos nos advierten, en un golpe de vista, de la presencia de tres instituciones: la Iglesia, el Municipio y la Monarquía, encarnados respectivamente en la Colegiata de San Antolín, el Ayuntamiento y los restos de lo que en su día fue Palacio Real. Las antiguas denominaciones de sus aceras: el Potrillo, la Joyería, la Especiería, la Armería, la Mercería, etc. nos recuerdan, aún hoy, las actividades feriales de los mercaderes instalados en cada una de ellas. Hasta los sucesivos nombres dados a esta Plaza Mayor, primero de San Antolín y del Mercado y más cercanamente de la Constitución, de la República, de España y hoy en día de la Hispanidad, reflejan los sucesivos avatares históricos.

La evolución de este singular espacio es, sin duda, uno de los más interesantes de la historia urbanística de Castilla, representando la maduración de una tipología que nace con el Medievo. Considerada como uno de los primeros antecedentes del género de «plaza mayor», generalizado en España y América a raíz del creado en Valladolid tras el incendio de 1561, apunta su configuración en torno al s. XIII. La formación de dos de sus flancos hay que buscarla en el cruce de la antigua cañada de Salamanca -que se prolonga hasta la Rúa Nueva (hoy calle de Padilla), eje principal de la expansión al llano de la «villa vieja» enclavada en La Mota- con el viejo camino de Ávila, que entra en el nuevo asentamiento uniendo el monasterio de premostratenses (2ª mitad del s.XII) y las antiguas parroquias de los Santos Facundo y Primitivo (doc. en 1265) y San Antolín (doc. en 1177); el espacio resultante se cierra con las líneas de fachada originadas, de una parte, por la prolongación de otro antiguo camino que unía en lo antiguo la parroquias de Santiago (doc. en 1177) y San Juan de Sardón (doc. en 1265) cruzando la Rúa hasta el monasterio de San Francisco (h.1260) y, de otra, por la continuación del paso del río por el antiguo puente de San Francisco, flanqueando este edificio religioso nuevamente hasta la parroquia de San Antolín.

Esta primitiva «plaça de Santantolin» se convierte en el núcleo central de uno de los principales foros mercantiles de su época, a partir de la creación de las Ferias en los primeros años del siglo XV. Varios incendios acaecidos al final de este siglo y, sobre todo, el producido durante la guerra de las Comunidades en agosto de 1520, varían su imagen, originariamente formada por viviendas de parcelación estrecha y profunda, con fachadas de dos plantas con reducido soportal de pies derechos. Con las ordenanzas dictadas tras el incendio de aquel año, empieza a advertirse una preocupación por regularizar los pórticos, aleros y alturas no sólo en la plaza sino también en las calles que a ella confluyen, en su totalidad asoportaladas.

Los dos siglos siguientes forman un período marcado por el ocaso de las ferias y el declive general de la villa, del que tan sólo cabe reseñar, en la década central del siglo XVII, la construcción, entre la colegiata el palacio real, del nuevo edifico consistorial y su inmediata casa de los arcos sobre la calle de Salamanca, que confieren ya a nuestra plaza el carácter de municipal.

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A partir del último tercio del siglo pasado -las consecuencias de la llegada del ferrocarril en 1860 son más que notorias-, la imagen de la plaza mayor, la antigua rúa y las restantes calles del centro histórico de la villa, cambia radicalmente.

El Ayuntamiento acuerda que sólo se mantengan los soportales de la plaza, derribándose los de las calles confluyentes para conseguir una mayor amplitud del viario público. Asimismo, la nueva ordenación de estos momentos contempla el aumento de la altura de los pórticos -ahora formados por columnas de hierro y gruesos pilares de piedra en las esquinas-propiciando la aparición de nuevas tipologías arquitectónicas con materiales distintos a los usados tradicionalmente, como el hierro y el ladrillo prensado que, unidas a las construcciones recientes de las décadas de los sesenta y setenta, configuran una imagen renovada, aunque menos armoniosa, cuyas peculiaridades en muy poco se asemejan a las de la plaza que allá por los comienzos del siglo XV fue comparada por Pero Tafur nada menos que con la de San Marcos de Venecia.

De otra parte, en tiempos cercanos, la creación de las ya citadas ferias agroganaderas de San Antolín y San Antonio y sobre todo la del mercado del domingo -todas ellas en la década de los setenta del siglo anterior-, fueron un revulsivo de primer orden para dar nuevamente a la plaza un protagonismo mercantil perdido y pálidamente rememorador de aquellas otras ferias que convirtieron a Medina en el centro más importante de contratación de su época. Varias posadas y paradores recogían a los forasteros que llegaban a la villa para cerrar sus tratos: las de la Estrella, de la Carpeña o la de la Rinconada -cuyo zaguán de entrada aún conserva todo el sabor de aquel tiempo-, son en esos momentos las sucesoras de aquellas otras tituladas del Capitán, el Buitrón, de Juana, de la Virgen, de las Hocaneas, etc; vigentes durante las ferias del siglo XVI.

Hay que advertir, por último, que la plaza mayor ha sido siempre el gran patio urbano de la villa; acontecimientos religiosos, festivos, taurinos y, cómo no, feriales-mercantiles han tenido en ella el espacio adecuado tanto por su amplitud como por su disposición urbana a lo largo de todas las épocas. Así recordemos su condición de escenario de grandes juegos de «lanzas y cañas» o representaciones alegóricas con motivo de bodas o nacimientos reales, corridas de toros con suertes ya perdidas pero bien reseñadas en las viejas crónicas, etc., cuyo esplendor queda patente en las amplias balconadas levantadas en sus fachadas, siempre disputadas tanto por las autoridades civiles y religiosas, como por personas particulares a través del denominado «derecho de balconaje» todavía en vigor en algún caso.

Datos tomados del libro de Sánchez del Barrio, A., Medina del Campo, la Villa de las Ferias. Salamanca, Ámbito Ed., 1996

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